Miles de mujeres mueren cada año en México por cáncer de mama, mientras octubre se pinta de rosa. El pinkwashing (lavado rosa) transforma una crisis de salud pública en marketing emocional: listones, carreras y discursos que maquillan la falta de recursos, atención oportuna y políticas reales para cuidar los cuerpos de las mujeres.

En 2024, el cáncer de mama fue la primera causa de muerte entre los tumores malignos, concentrando el 99.2% de los casos en mujeres, según el INEGI. La tasa de defunción fue de 18.7 por cada 100 mil mujeres mayores de 20 años. Cifras que deberían escandalizar, no solo conmovernos.

La narrativa ya es cliché, cada año se repite que el Día Mundial del Cáncer de Mama se trata de una “lucha” o una “batalla”. Pero las mujeres diagnosticadas —como Martha Castrejón y Marilú Rasso, quienes compartieron su historia con La Cadera de Eva— recuerdan que el cáncer no se vence: se sobrevive. Y sobrevivir no es un acto de lucha, sino de resistencia diaria frente a la vulnerabilidad, la soledad y las carencias de un sistema que no siempre acompaña.

Hablar de “guerreras” puede ser inspirador, pero también opresivo. ¿Qué pasa con quienes no se sienten fuertes? ¿Con quienes no pueden costear su tratamiento o con las que enfrentan diagnósticos tardíos? El cáncer de mama no solo deja cicatrices físicas: también emocionales. La angustia, la ansiedad y la soledad se vuelven parte del tratamiento cuando los cuidados psicológicos y comunitarios son insuficientes o inexistentes. 

De acuerdo con el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP), el gasto destinado a la atención de cáncer en mujeres se redujo 52.7% entre 2017 y 2023, pasando de mil 329 millones a solo 629 millones de pesos. Los recortes más severos golpearon al cáncer de mama y cérvicouterino, con caídas del 75% y 71% respectivamente.

En el IMSS, el gasto en atención a pacientes con cáncer cayó 33% de 2022 a 2023. En cáncer de mama, el número de pacientes atendidas bajó de 71 mil a 59 mil mujeres en un solo año. Mientras tanto, los subejercicios presupuestales (recursos aprobados pero no usados) alcanzan más del 50%. En otras palabras: el dinero existe, pero no se gasta en cuidar vidas.

La desigualdad también se expresa en quiénes pueden acceder al diagnóstico. La mastografía sigue siendo una barrera: en zonas rurales, la cobertura es baja, los equipos son escasos y el personal insuficiente. Para las mujeres indígenas, las brechas son aún más amplias. Estudios como el publicado en BMC Women’s Health documentan cómo la falta de traducción, la desconfianza y la discriminación limitan su acceso a información y tratamientos. ¿Cómo hablar de detección oportuna cuando ni siquiera se garantiza una atención digna y culturalmente accesible?

A nivel global, la OMS advierte que para 2030 habrá 2.74 millones de nuevos casos y 857 mil muertes por cáncer de mama, cifras que crecerán hasta 3.19 millones y 1.4 millones de muertes en 2040. América Latina y el Caribe, donde los sistemas públicos arrastran desigualdades históricas, serán las regiones más afectadas.

En México, hablar de cáncer de mama es hablar de cuidados no remunerados, desigualdad y abandono institucional. Las mujeres sostienen la vida, incluso mientras su cuerpo enferma.

Son madres, hijas, trabajadoras que interrumpen sus rutinas para hacerse una mastografía (si pueden) o para acompañar a otra en su tratamiento. El Estado, en cambio, responde con presupuestos recortados y campañas simbólicas que poco cambian la realidad.

Cuidar no debería ser un privilegio ni una campaña de octubre. Debería ser una política pública sostenida, integral y feminista, que reconozca los cuerpos diversos y las condiciones que los atraviesan.

Cada muerte habla de un sistema que delega en las mujeres lo que debería garantizar el Estado: el derecho a cuidar y a ser cuidadas. Hasta que el Estado no asuma esa deuda, el cáncer de mama seguirá siendo el reflejo más brutal de una sociedad que abandona a quienes sostienen la vida.