Diciembre suele presentarse como un mes de paz, unión familiar y celebración. Sin embargo, para miles de mujeres en México, el periodo decembrino no es un espacio seguro: es una temporada donde la violencia se intensifica, el control se recrudece y el encierro con un agresor se normaliza bajo la idea de “convivir en familia”.

Mientras el discurso público insiste en el amor, el perdón y la armonía, los datos y las voces de quienes acompañamos a mujeres en situación de violencia muestran otra realidad: aumentan las agresiones, las llamadas de auxilio y las solicitudes de acompañamiento.

En la Red Nacional de Refugios, por ejemplo, registramos incrementos de hasta 36% en las atenciones durante diciembre, justo cuando muchas instituciones reducen horarios, cierran o bajan el ritmo. Para muchas mujeres, diciembre no es celebración: es miedo, silencio y supervivencia.

Pero esta realidad no se limita a la violencia que ocurre al interior de los hogares. Existe otra forma de violencia, menos visible pero profundamente devastadora: la violencia institucional que enfrentan muchas mujeres colaboradoras y profesionistas de Refugios y Centros de Atención Externa, dedicadas al cuidado, la atención y el acompañamiento de otras mujeres, niñas y niños.

El incumplimiento de honorarios, la precarización laboral, la falta de reconocimiento y el abandono por parte de las instituciones gubernamentales no solo vulneran su estabilidad económica; las colocan en un estado permanente de ansiedad, desgaste emocional y alerta, afectando su salud mental y su vida cotidiana.

Los honorarios que debían cubrirse en su totalidad conforme a los lineamientos del Programa de Refugios están siendo recibidos apenas días antes de concluir 2025, tras meses de incertidumbre y desgaste. Esta situación no solo precariza el trabajo, sino que vulnera la estabilidad emocional y económica de quienes sostienen la atención integral.

Estas violencias institucionales se agudizan en diciembre, cuando además recae sobre las mujeres el mandato social de “sostenerlo todo”: la armonía familiar, los cuidados, el trabajo emocional y la calma colectiva. Así, incluso en espacios sin un agresor directo, como los refugios, la precariedad, la incertidumbre y la presión por ejercer en apenas dos semanas un recurso que debía cubrir cuatro meses cobran un alto costo.

La violencia no se suspende por temporada ni adopta una sola forma. Durante diciembre confluyen múltiples factores: aumento en el consumo de alcohol, mayor control económico, tensiones familiares, aislamiento impuesto por agresores y un sistema que no protege ni garantiza derechos laborales, ni derechos de cuidado, ni condiciones dignas para quienes sostienen la vida. La impunidad también celebra.

El mandato cultural de “aguantar” en nombre de la familia, de no “arruinar las fiestas”, de callar hasta enero, de no decir nada para que “no haya represalias” empuja a muchas mujeres en el ámbito familiar y el institucional a normalizar el dolor y postergar su seguridad. Pero ningún ritual, tradición o fecha justifica la violencia. Ningún ideal de familia puede sostenerse sobre el sacrificio de las mujeres, ninguna idea de ser un año atípico debe justificar las dilaciones en los recursos.

En estas fechas, es imprescindible visibilizar todas las formas de violencia que enfrentamos las mujeres: desde la violencia física y emocional dentro del hogar hasta la violencia estructural e institucional que precariza nuestras vidas.

Nombrar y reconocer lo anterior, es el primer paso para construir un entorno seguro y justo, donde la dignidad no se negocie en ninguna época del año.

El reto está en que, más que celebrar la idea romántica de una familia unida, es necesario apostar por sostener la vida, acompañar sin juzgar y crear redes solidarias que brinden apoyo real. Y, si queremos una verdadera transformación, es necesario poner fin a la precarización de las mujeres que sostienen gran parte de la vida cotidiana.

La justicia laboral no es un tema secundario, es una pieza fundamental en la erradicación de la violencia de género. Garantizar la entrega sin dilaciones de los presupuestos, reconocer el trabajo de quienes cuidan y asegurar condiciones dignas no solo es un acto de igualdad, sino un paso indispensable para hablar de un gobierno feminista que prioriza lasalud mental y fomenta la plena autonomía.

La vida y la dignidad no esperan. Ni la paz ni la justicia deberían tomarse vacaciones ni depender de cambios partidistas. Hablamos de vidas, no de cuotas.