¿Qué es para ti el fracaso? Esta es una pregunta que suelo hacerle a mis estudiantes de emprendimiento con cierta frecuencia. Lo hago porque creo profundamente que al contar con un negocio, fallar se vuelve parte de tu cotidianidad. Encontrarle lo positivo a nuestros errores no está en nuestra “programación”. Se nos ha enseñado que hacer algo mal es equiparable a ser inadecuadas o insuficientes, se nos ha diseñado para buscar la perfección sin importar el precio. Se nos ha transmitido erróneamente que, como mujeres, estamos destinadas a fracasar en los negocios.
En mis 15 años como emprendedora, he fallado con constancia y vehemencia. Sin embargo, hubo una ocasión en la que el fracaso se apoderó de todas las áreas de mi vida, a raíz de malas decisiones en mi empresa. Esa vez, todo salió mal. Mi agencia de publicidad y mi salud mental sufrieron un gran golpe en menos de un año debido a una serie de elecciones equivocadas. Para poder salir de ese lugar, necesité mucha terapia, apoyo de mi red y sobre todo, trabajo personal para reparar.
¿Cómo fue que eso pasó? A casi diez años de distancia y siendo más compasiva conmigo que antes, creo que el patriarcado me estalló en la cara y no contaba con las herramientas para siquiera ser consciente de ello. El sistema social en el que los hombres siguen siendo la autoridad máxima, como en los negocios, no me permitió ejercer liderazgo ni tener condiciones económicas equitativas, además de vivir algunas situaciones en las que me sentí en riesgo o considerada menos valiosa.
Inicié una empresa con un sueño, como todas. El mío era lograr un espacio de trabajo seguro, libre de acosos, donde las personas talentosas de industrias creativas pudieran florecer sin sufrir en el intento. Me asocié con quien era mi mejor amigo desde la preparatoria. Invertimos grandes recursos en hacer crecer ese proyecto, hasta volverlo nuestra fuente de ingresos principal. Y al vivirlo, nunca me di cuenta de las distintas violencias de género que atravesaron esta historia.
Yo no era la socia mayoritaria, ni la Directora General. Ejercí el rol de ser la cuidadora del negocio. Me encargaba de la operación de la agencia, de todo lo técnico, de que todos los entregables salieran en tiempo y en forma. A todo esto accedí, aun sabiendo que no era justo. Tenía la falsa creencia de que el hombre de esta relación comercial sabía más y era mejor que yo.
Conforme el proyecto fue creciendo, me fui relacionando comercialmente con personas tomadoras de decisiones. En ocasiones, el éxito de una reunión dependía de mi elección de vestimenta. En otras, me pedían que tomara la minuta. En algunas más, no se dirigían a mí aunque yo era quien tenía el conocimiento técnico del proyecto, se dirigían siempre a mi exsocio, quien no era experto en el tema.
Un día me descubrí con 17 empleados a mi cargo, unas oficinas en una casa grande y una cartera robusta de clientes. Ese mismo día, me di cuenta que yo no tenía control ni conocimiento sobre las finanzas de la empresa, a pesar de contar con el 49 por ciento de las acciones. Ignoraba la situación fiscal de la agencia y las consecuencias que podría generar la administración que se llevaba en la misma. La falta de inclusión en las decisiones empresariales me cobró caro. Terminé pensando que era mi culpa cuando ni siquiera sabía cómo hacerlo y mucho menos, evitarlo.
Cuando el problema estalló, sí me quedé con la responsabilidad del 50 por ciento de todo lo que ahí ocurrió. La asumí por nunca haberme involucrado y por mi rol pasivo. Se me dejó muy en claro en ese periodo que “tan culpable es quien mata a la vaca como el que le agarra la pata” y yo no sabía del todo bien lo que estaba sucediendo.
Ese periodo no solo se rompió mi sueño de tener una empresa, perdí a mi mejor amigo en uno de esos duelos que nunca se expresó, perdí mi fuente de ingresos principal y mi forma elegida de vivir. Caí en una depresión al descubrir que pude haber tenido un mejor y más holgado estilo de vida. Se me rompió el negocio y el corazón, sin dejar de ser responsabilizada por decisiones cuestionables que nunca se me consultaron. Lloré muchos días por algo que nadie entendía.
Casi una década de terapia después logré darle una perspectiva amorosa a esta historia a través de uno de los aprendizajes más importantes en mi vida. Tener libertad financiera puede ser la diferencia entre estar en situaciones de infelicidad o riesgo y poder moverse con autonomía de ahí. También pude reconocer y aplaudir cómo salí de esa situación.
Elegí aprender sobre administración, cursé una maestría en ello. No perdí mi sueño y continué con una empresa, esta vez siendo yo la socia principal y la Directora General de la misma. Armé una red de apoyo a mi alrededor. Honré mi proceso y hoy, estoy al frente de una empresa más grande y con más ingresos que la anterior. Hoy, la mayor parte de mis clientes tienen en posiciones de poder a otras mujeres y disfruto trabajar con ellas.
Cuando fracasé, mis círculos se encargaron de recordarme una y otra vez “telodije” que me rompían. Cada uno de ellos impactó en mi salud mental y me hizo dudar de mi, rompiendo mi autoestima. Ahora sé que esta historia me ha permitido llevar mi mensaje a otras mujeres y luchar por abrir la brecha de género en los negocios y en el emprendimiento. Soltar ese fracaso y aprender de él, me llevó a reconstruir mi vida y a tomar decisiones, que no sé bien si son mejores, pero que me hacen feliz.
Además, siendo consciente de estas desigualdades, he luchado por crear un espacio más equitativo y con perspectiva de género para las personas que trabajan en mi empresa, con políticas que impulsan el liderazgo femenino y generando una cultura empresarial más inclusiva.
Por ello, te deseo que veas cada fracaso como una oportunidad de aprendizaje y crecimiento, y que te levantes con más fuerza y sabiduría después de cada caída. Y ya de pie, verás cómo podrás cambiar las cosas.