Nací niña y la vida nunca fue sencilla. En la primaria, mi familia no me permitía ir a pijamadas en casa de mis amigas. Me repetían una y otra vez  que debía sentarme con las piernas cerradas y me enseñaron a usar shorts debajo de mis faldas. No entendía por qué una reunión infantil podría causar tanto alboroto en mi casa; al fin y al cabo solo veríamos películas, jugaríamos a las muñecas o juegos de mesa.

Tampoco comprendía por qué siempre debía cubrir mi cuerpo con tantas capas, que, en los días de calor, me asfixiaban y raspaban la piel de los muslos, como si protegerme significara sofocarme. 

A los ochos años, no entendía por qué mis padres eran tan estrictos con esas reglas, pero sus medidas preventivas no pudieron evitar la cruel realidad que enfrentaba, una realidad que compartía con muchas otras infancias. Yo solo quería ser niña y jugar con mis amigas mientras usábamos nuestras pijamas.

En México, las infancias y adolescencias enfrentan un panorama creciente de violencia.  De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), los cinco delitos de mayor incidencia contra este grupo poblacional son: corrupción de menores, extorsión, feminicidio, homicidio y lesiones.

Las cifras oficiales muestran que, de enero a febrero de 2025, la comisión de estos delitos registró un incremento anual de 1.2% en comparación con el mismo periodo del año anterior, lo que refleja una tendencia sostenida al alza. Esto sólo es un reflejo de la urgencia de proteger a las infancias de la violencia sistémica que lejos de disminuir, aumenta. ¿Quién está protegiendo la vida de lxs infantes?

Solo en 2023, los hospitales del país atendieron a 9 mil 802 menores de uno  a 17 años por violencia sexual, de acuerdo con datos recopilados por el blog de datos e incidencia política de REDIM. Mi caso estaba lejos de ser extraordinario; como yo, muchas otras infancias han quedado marcadas por el abuso ejercido por parte de personas a las que entregaron su plena confianza, porque al final solo era eso, una niña y en mi naturaleza infantil no había lugar para dudar de aquellas personas que se supone me protegerían y amarían.

Yo solo quería ser niña, jugar con mis amigas hasta quedarnos dormidas… Pero quizá mis padres entendían mejor que yo el riesgo de criar a una niña en un país como México. Las cifras de atención hospitalaria a menores por abuso sexual del 2023 solo demuestran que había un riesgo latente, como padres lo entendían mejor que nadie, e impedirme asistir a pijamadas en casas desconocidas fue su forma de protegerme.

No los culpo por tener miedo o por ser cautelosos con los extraños, aquellos que eran ajenos a la familia. Sin embargo, ellos ignoraban que el verdadero peligro se encontraba más cerca, en quienes se presentaban como familiares ejemplares, creando lazos de confianza y miedo.

De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), México es el primer país del mundo en abuso sexual de menores, y el 90% de estos abusos ocurre en el entorno familiar. Lo cual es todavía más desgarrador para una infancia, pues en estos lugares es en dónde debería sentirse más protegida y contribuye al silencio del que se aprovechan los abusadores.

Sin embargo, muchos de estos delitos no se denuncian por vergüenza, estigmatización y desconfianza en las autoridades, y son muy pocos los casos que alcanzan una condena. Existe una cifra negra de la que poco se habla: faltan datos,  fallan los puentes de comunicación entre padres e hijos y los secretos familiares ocupan un lugar en la mesa de cada reunión.

Cuando creces lo suficiente para entender que fuiste víctima, piensas que ya es demasiado tarde, que nadie te creerá, y temes enfrentarte a un sistema de justicia que, en lugar de reparar el daño, te obligará a revivirlo cuando lo único que deseas es olvidar.

El depredador casi siempre se oculta en la confianza de los lazos familiares, muy cerca, donde puede mantener una vigilancia constante sobre la infancia y aprovecharse de los espacios compartidos. La constante vigilia alimenta este vínculo confuso que se mezcla con el dolor, el miedo y el cariño, puesto que es una persona en la que la infancia tiene una confianza incuestionable producto del entorno familiar y del cuál el abusador se aprovecha y alimenta.

Durante muchos años, mi silencio fue su cómplice y mi martirio; la vergüenza alimentaba la culpa y la culpa acrecentaba la vergüenza, convirtiéndose en un ciclo vicioso que mermó mi salud mental desde mis ocho años.

Recuerdo muy pocas cosas de mi infancia, pero lo que sí rememoro es el dolor, el miedo y la ansiedad. Despertaba en las madrugadas con hormigueos en las piernas que me hacían imposible conciliar el sueño, y recuerdo a mis padres dándome masajes en las piernas para ayudarme a recuperar la calma, una calma que nunca llegaba porque, como el depredador era de la familia, siempre existía la posibilidad de otro ataque cuando los primos se reunían. Las señales siempre estuvieron ahí, pero nadie le había enseñado a mis padres a identificarlas.

Lo extraño es que siempre hice lo que los adultos me decían que hiciera, y al sentarme lo hacía con las piernas cerradas, cerradas con mucha fuerza, como si eso pudiera evitar el siguiente asalto. Hasta que, por fin, un día los ataques terminaron y pude volver a ser una “niña”.

“Niña” entre comillas, porque después de eso no pude vivir una infancia normal, no le conté a mis padres del abuso por miedo; y el silencio cobró su precio con ansiedad y depresión temprana, cargué con la vergüenza de sentirme cómplice de algo prohibido y así pasé a la adolescencia y luego a la adultez.

Al ir creciendo, entendí que me habían enseñado a “cuidarme” toda mi vida, pero jamás escuché que se enseñara a mis compañeros varones a no espiar cuando subíamos las escaleras de la escuela con nuestras faldas tableadas de uniforme. Tampoco creo que le hayan enseñado a mi abusador a no abusar, pues en el entorno familiar solo escuchaba palabras sobre cómo debían comportarse las niñas, pero nunca sobre lo que no deberían hacer los varones.

Yo solo quería ser niña, correr tan rápido como mis piernas lo permitieran y dejar que el aire levantara mi falda, permitiendo que mi vulva, siempre prohibida, siempre profanada, siempre indigna, pudiera respirar.

Sin embargo, nacer niña venía con restricciones, y al crecer entre tantas violencias, me convertí en mujer. Ilusamente pensé que en la adultez podría encontrar la libertad que me arrebataron; me vendieron un futuro brillante porque había sido una niña prodigio… pero el dolor no puede esconderse toda la vida y las consecuencias del trauma comenzaron a salir a la luz. Solo encontré promesas vacías. 

El mundo no creció conmigo, pero el miedo sí lo hizo. Cada piropo no solicitado, cada chiste inapropiado, cada roce “accidental” y cada vez que mi NO parecía valer menos que el SÍ de un hombre alimentaron el caldero burbujeante de mi enojo, un enojo que se había comenzado a gestar desde mi infancia arrebatada, que terminó convirtiéndose en ira y se transformó en una fuerza devastadora. Nací niña, me convertí en mujer y elegí ser feminista. 

Comprendí que mi condición de mujer me colocaba automáticamente en una posición de desventaja ante un sistema que espera nuestra total sumisión. Ese temprano acercamiento a la violencia sexual fue el primero, pero no sería el último que podría vivir, menos en México.

Datos recabados por el INEGI  a partir de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), muestran que en 2021, a nivel nacional, el 70.1% de las mujeres de 15 años y más han experimentado al menos un incidente de violencia, que puede ser psicológica, económica, patrimonial, física, sexual o discriminación en al menos un ámbito, ejercida por cualquier persona agresora a lo largo de su vida. Las cifras hablan por sí solas, pero al entrar al feminismo me di cuenta de que no era la única, que éramos cientos, que éramos miles.

Solo porque nacimos niñas, crecimos para ser mujeres y, atravesando la violencia, encontramos la fuerza para luchar y nombrarnos feministas.

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Aún vivimos en un mundo donde hay infancias asaltadas por el miedo, donde ser mujer parece sinónimo de presa, donde los depredadores piensan que pueden salirse con la suya. Y aunque no quiero dejar que esa experiencia me defina, porque soy mucho más de lo que el abuso hizo conmigo, quiero contar mi historia, porque sé que es la historia de muchas y que juntas podemos convertir el miedo y el enojo en un estruendo imposible de ignorar.

Así como dice Gisele Pelicot: “Que la vergüenza cambie de bando”. Hoy, el miedo no ha desaparecido por completo, pero mi rabia es más grande.

Quiero construir un mundo donde las niñas puedan dormir tranquilas en sus casas o en las de sus amigas, donde puedan sentarse con las piernas abiertas para que sus cuerpos ocupen el espacio que constantemente se les niega, donde no tengan que asfixiar sus vulvas con capas y capas protectoras. Quiero construir un mundo en el que las niñas no tengan que soñar con la libertad, sino que simplemente nazcan siéndolo.