Lesbiana es la palabra que más se repite en este texto.
Por mí y por ellas, pronunciarlo ad infinitum: LESBIANA
En Argentina han quemado vivas a cuatro lesbianas: Pamela, Roxana, Andrea y Sofía. Un hombre, hijo sano del heteropatriarcado, les lanzó un coctel molotov mientras dormían. De ellas, las primeras tres están muertas.
En la madrugada del 6 de mayo un hombre quemó a cuatro lesbianas y el mundo no se ha parado. Aunque el mío se tambalea fuerte.
No sé de qué me asombro, en Gaza han matado ya a 35 mil personas y el mundo tampoco se ha parado.
Son malos tiempos para defender la vida. Son tiempos de sombras que acechan, ya sin esconderse, por las esquinas. La ultraderecha ya no matiza sus discursos de odio, lo dice así, sin pudor, ni vergüenza: “la homosexualidad es una conducta insana y autodestructiva”, dijo unos días antes del lesbicidio, Nicolás Márquez, vocero de la ultraderecha argentina y biografo de Milei.
Lo grave no es que los discursos de odio se escupan desde la institución, que lo es; lo verdaderamente grave es que frente a estos discursos no estemos construyendo otro relato, otras narrativas, o que lo hagamos pero no baste, o que justamente por hacerlo nos ataquen con más encono. Lo verdaderamente grave es la indiferencia de quien ve una agresión homófoba y no hace nada para pararla, que en el metro le den una paliza a una transexual y nadie alce siquiera la voz. Lo grave es que no es un hecho aislado, que estas cuatro lesbianas venían recibiendo hostigamiento desde hacía dos años por parte de su asesino, que las amenazó apenas hace unos meses con matarlas y nadie cerró filas con ellas. Lo grave es que nos parezca más sencillo mirar hacia otro lado.
Son tantas las cosas que me gustaría abordar, pero es tan grande el dolor y el desgarro que siento por este triple lesbicidio, que no sé si seré capaz de darles forma y que resulte un texto hilado, coherente, bien argumentado.
Eran cuatro lesbianas que vivían de forma colectiva en la habitación de un hotel familiar en Barracas, Buenos Aires. En el hotel hay, según relatan varios artículos, 20 habitaciones y viven alrededor de 30 personas: vendedores ambulantes, cartoneros/pepenadores, jubilados. Personas de clase trabajadora, de la economía popular o informal. Personas que antes han estado en situación de calle, o han sido desahuciadas y botadas de sus casas.
El conventillo, que así se denomina en Argentina, es lo que en la Ciudad de México llamaríamos pensión. Conozco muchas en Santa María la Ribera, pero también en otras colonias antes populares de CDMX, hoy gentrificadas, como la Guerrero o la Morelos. En el hotel hay cocina y baño compartidos en cada uno de los tres pisos. Están conectados por una escalera inmensa de mármol, lo que nos deja ver que esta casa hoy venida a menos, antaño fue una de las muchas residencias o petit hotel de la oligarquía bonaerense.
La dueña de la pensión tiene casi 90 años y también ella se enfrenta hoy a la destrucción que dejó a su paso el odio lesbófobo. También ella resiste negándose a vender su hotel, que para bien o para mal se ubica en un barrio que se va convirtiendo en una réplica más de todos los barrios cool del mundo: tiendas de diseño, galerías de arte y bares en donde un café te cuesta casi el salario mínimo de un día.
Es importante hablar de sus condiciones materiales, porque no eran simplemente lesbianas. No somos una sola identidad, nuestro cuerpo está atravesado por una gran cantidad de marcadores; no es lo mismo ser una lesbiana de clase media o alta, que jamás habitará un hotel más que para disfrutar de sus sábanas blancas y su servicio de habitaciones; a ser una lesbiana pobre, migrante, o precarizada, que comparte habitación con tres mujeres más porque no pueden pagar un alquiler. La clase, la racialización y la barrialización, siempre lo atraviesa todo, haciendo el miedo más feroz.
Eran cuatro trabajadoras de la economía popular/informal viviendo juntas en una habitación para resistir a las violencias, la primera de ellas la violencia económica; esto nos habla de una estrategia comunitaria de sostenimiento de la vida. No voy a romantizar la pobreza, ni la crisis habitacional en las grandes ciudades, sin embargo, es lo que las clases populares han venido haciendo toda la vida, en conventillos o en vecindades, para seguir vivas: vivir en comunidad.
Familias enteras en un cuarto de vecindad para poder hacer frente a los gastos, pero también para criar a les hijes, para cuidar de todas. Cuando era pequeña mi papá vivía en Tepito, en ese barrio que desde siempre se ha despreciado, aprendí el valor de lo colectivo. En esos patios llenos de chamacos y abuelas lavando en lavaderos de piedra se grabó en mi piel el orgullo de clase, aunque primero viniera la vergüenza, la vergüenza que provoca la pobreza. (Tatiana Romero)
Eran dos parejas de lesbianas compartiendo su vida. Eran una familia. Eran compañeras, amantes, amigas. Lesbianas que tenían que soportar el acoso lesbófobo de su vecino de al lado que les gritaba, “gorda sucia”, “engendros”, “tortas”, constantemente.
Mujeres amando a mujeres, sí, pero ser lesbiana es mucho más que eso. Ser lesbiana es no estar a disposición de los hombres, ni para su reproducción, ni para su placer. Ser lesbiana es esa categoría que nos permite desertar del patriarcado. Ser lesbiana implica la creación de una comunidad de otras disidencias, ya sean marikas, bisexuales o trans, para sostenernos frente a las violencias. Ser lesbiana es compartir tu habitación de un hotel pauperizado con otras tres lesbianas, porque son tu gente, porque son las tuyas, porque son como tú.
Este es el fondo de la cuestión, que las disidencias sexuales creamos otras dinámicas vitales, capaces de oponerse a las dinámicas capitalistas cristalizadas en la familia nuclear y, aunque no quiere decir que todas las lesbianas lo hacen, porque hablo de una posibilidad, basta con esa posibilidad para poner en jaque al sistema heteropatriarcal. Por eso nos odian, porque somos desobedientes. Por eso nos queman, para disciplinarnos. Tanto hablar del lobby gay, que al final los discursos de odio le dan alas a un desgraciado para sentirse con el derecho de asesinar con un nivel de crueldad inaudito a tres lesbianas.
Vivimos malos tiempos para defender la vida. Asistimos a la derechización de las instituciones, a la fascistización de la cotidianidad. Argentina es gobernada por un fanático neoliberal que dice que el feminismo es una estupidez, que pretende recortar todos los derechos conseguidos durante décadas, no solo los de las mujeres o el colectivo LGTBIQA+, sino de la clase trabajadora: la vivienda, la eduación, la salud, la alimentación. Argentina es un país que se dedica a producir comida y más del 10% de la población pasa hambre.
Estamos en un contexto de crisis constante y no es nueva la estrategia de ir a por las poblaciones más vulnerabilizadas cuando pensamos que los recursos no alcanzan para todas. Cuando la vida se convierte en un sálvese quien pueda. Tenemos una larga lista de pogromos, de linchamientos reales y mediáticos hacia los colectivos más precarizados: les migrantes, las personas racializadas, especialmente los jóvenes negros, latinoamericanos o magrebíes, las mujeres trans, las lesbianas pobres. Las pobres, así en general. La culpa de las crisis la tenemos siempre las mismas: las que sobramos, las que somos desechables, las sacrificables, las que podemos ser quemadas hasta que no queden ni las cenizas de nosotras.
Mañana el mundo tampoco parará, ni la semana que viene, ni el mes que viene. Quizás en breve Sofía sea dada de alta y yo me pregunto, ¿cómo podrá seguir viviendo habiendo pasado por un intento de asesinato? ¿Cómo seguirá sin su comunidad, sin esas tres lesbianas que eran su familia, su amor, sus amigas, su sostén? ¿Dónde y de qué vivirá? Hasta ahora nadie ha ido a preguntar por ella al hospital, ni nadie ha reclamado los cuerpos de sus amoras. ¿Cómo sobrevivir al horror de saberse sola? Se me rompe el corazón al hacerme estas preguntas, que desde hace varios días no soy capaz de sacar de mi mente.
Mañana el mundo no parará, pero espero que seamos conscientes de que mirar hacia otro lado es firmar una sentencia de muerte, porque como ya dijo Brecht, parafraseando a Martin Niemöller: “Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada porque yo no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas, y yo no dije nada porque yo no era sindicalista”... y así hasta que de tanto mirar hacia otro lado, vengan a matarte a tí.
Postdata: Fue lesbicidio.