En México, amamantar es un acto de amor que salva vidas, protege la salud materna e infantil, cuida el medio ambiente y fortalece la economía. Sin embargo, detrás de cada madre lactante existe una red de apoyo —o a veces su ausencia— que determina si podrá ejercer este derecho plenamente.
A 10 años de plantear estrategias en los foros nacionales del Pacto por la Primera Infancia, el país ha logrado avances importantes: la lactancia exclusiva en menores de seis meses aumentó de 14.4% en 2012 a 28.6% en 2021 y a 33.6%, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT 2023). Pero la meta del 50% para 2030 aún parece lejana y uno de los determinantes de éxito responde a la inevitable pregunta: ¿quién cuida a quien cuida?
La evidencia es contundente. La lactancia exclusiva durante 6 meses podría prevenir 823 mil muertes infantiles y 20 mil muertes maternas por cáncer de mama cada año a nivel global. Además, se estima que la falta de lactancia cuesta a la economía mundial hasta 302 mil millones de dólares anuales por pérdida de productividad y mayores gastos en salud.
En términos ambientales, la producción de sucedáneos de la leche materna consume más de 1,500 millones de litros de agua y genera alrededor de 4 millones de toneladas de CO2 cada año. Así, cada gota de leche materna no solo alimenta, sino que también ahorra recursos y protege el planeta.
Pero la lactancia materna no es “gratis”. Implica tiempo, disciplina, conocimiento, disposición, paciencia, apoyo, constancia, esfuerzo físico, mental y social. No se trata únicamente de “pegarse al bebé y alimentar”, sino de una verdadera matriz de sostenibilidad que involucra a la familia, a la comunidad y a los sistemas de salud.
Al no considerarse como un trabajo de cuidados, se invisibiliza su valor y se resta importancia a la necesidad de políticas públicas que reconozcan el esfuerzo de las madres lactantes y de quienes las acompañan.
En México, las madres cuentan con solo 12 semanas de licencia de maternidad, insuficientes para sostener la lactancia exclusiva recomendada por la OMS. Esta limitación conlleva fuga de talentos y se traduce en una disparidad de oportunidades laborales, pues impacta sobre todo a las mujeres, perpetuando desigualdades de género y afectando la corresponsabilidad familiar.
La falta de salas de lactancia en centros laborales, la desinformación y la presión del mercado de fórmulas generan, además, un entorno hostil. Quienes acompañan este proceso —consultoras certificadas, personal de salud, redes comunitarias— carecen con frecuencia de recursos y reconocimiento para brindar apoyo efectivo.
Existen, sin embargo, experiencias exitosas. Los hospitales con certificación “Amigo del Niño y de la Niña” muestran que, al ofrecer alojamiento conjunto, consejería continua y políticas libres de sucedáneos, las tasas de lactancia exclusiva pueden duplicarse.
Empresas que implementan horarios flexibles, licencias ampliadas y espacios dignos para extraer y conservar leche materna reportan mayor satisfacción laboral y menor rotación entre sus trabajadoras. Estos ejemplos demuestran que, cuando la madre recibe apoyo, la lactancia prospera y con ella la salud, la equidad y la sostenibilidad.
Proteger la lactancia exige voluntad política, financiamiento y un compromiso social amplio. Se necesitan licencias parentales más largas y equitativas, políticas laborales incluyentes, campañas de información masiva y capacitación permanente para el personal de salud. Invertir en lactancia no es un gasto: es una estrategia inteligente que fortalece la economía, mejora la salud pública y reduce la huella ecológica.
Cuidar a quien cuida es responsabilidad de: gobiernos, empresas, instituciones y familias. Porque cuando una madre recibe apoyo para amamantar, no solo alimenta a su hijo; alimenta la esperanza de un país más justo, saludable y sostenible.