Este mes de octubre de 2024, yo y el resto de quienes habitamos el corazón de la Ciudad de México estaremos ante un escenario inédito en el que nuestra presidenta, nuestra jefa de gobierno y la titular de la alcaldía Cuauhtémoc serán todas mujeres. Son tiempos en que la presencia de las mujeres en la vida pública es notoria y contundente. Ello favorece esfuerzos de enorme relevancia para dicho grupo como la instauración de sistemas de cuidados en distintos niveles de gobierno.
¿Qué debemos esperar de un panorama como este? Para establecer los términos de la discusión podríamos acudir al debate inserto en la ética del cuidado:
Al surgir dicha propuesta moral en los años ochenta, se indicaba que las mujeres mostraban una tendencia a encarar dilemas morales con un razonamiento más contextual que el de los hombres, dejándose guiar por su sensibilidad ante los otros y sus necesidades particulares, por encima de normas y principios generales. La psicóloga estadounidense Carol Gilligan llamó a esto “una voz diferente”, y sugirió que dicha tendencia tendría que ver con el modo en que se asignaban roles de género por medio de la cultura.
La teoría sobre una voz diferente fue analizada y desarrollada en el campo de la psicología y la filosofía hasta convertirse en una propuesta sólida conformada por directrices para su aplicación en ámbitos públicos y privados. Surgía así un criterio desde el cual dirimir conflictos personales y sociales apelando a la empatía, la solidaridad y el sentido de responsabilidad como valores rectores.
No obstante el entusiasmo que generó la invitación a colocar a la empatía en el centro de las deliberaciones políticas e institucionales, diversos feminismos mostraron recelo e incluso hostilidad contra la propuesta por su aparente esencialismo de género.
Es decir, a muchas feministas les preocupaba que el reconocimiento de esa voz diferente como una voz “femenina” reforzara la idea de que es solamente a las mujeres a quienes les toca actuar con solidaridad, entrega y responsabilidad en torno a los otros.
Así pues, en los años posteriores al acalorado debate de los ochenta se realizaron múltiples investigaciones empíricas que permitieron a Gilligan concluir que no se trataba de una voz femenina, sino de una voz humana, y que esa voz no se diferenciaba de una voz masculina, sino de una voz patriarcal. Esto lo sostiene de forma convincente en su más reciente libro, In a Human Voice (Polity, 2023).
Mirando la evidencia recogida en los últimos 40 años podemos considerar que todas y todos contamos potencialmente con la capacidad de dirimir conflictos por medio de escucha activa (atención libre de prejuicios y proyecciones), empatía y sensibilidad ante el padecimiento ajeno.
Sin embargo, no es difícil detectar en la historia de nuestro país y del mundo que los arreglos políticos se establecen más bien a través de dinámicas opresivas y enfrentamientos entre grupos identitarios.
El México actual no ilustra algo distinto: la polarización ideológica y el enfrentamiento entre grupos sociales que se identifican con “izquierdas y derechas” encaran momentos álgidos. Un diálogo honesto en el que haya un verdadero intercambio de perspectivas, en el que reine la escucha y la apertura, parece imposible o demasiado complejo.
El desarrollo tecnológico y la inteligencia artificial, en parte, han entorpecido los esfuerzos por comprendernos e identificar metas comunes, pues la información a la que cada uno accede es sesgada por un comando automatizado cuya consigna es alimentar nuestros temores. (María Cristina Pérez)
En un escenario así, en el que llega la primera mujer a presidir nuestra república democrática, la disyuntiva entre atender una voz humana o una voz patriarcal demanda atención especial.
Si la lucha feminista es la lucha por derrumbar el patriarcado, la ocasión en que celebramos una mayor presencia política de las mujeres debe ser una ocasión para visibilizar y debilitar los cimientos patriarcales de nuestras relaciones de poder, y empeñarnos en fomentar caminos nuevos; caminos que no alimenten la confrontación, la enemistad, la caracterización de adversarios y las generalizaciones que definen a protagonistas y antagonistas.
Sólo así, como recomienda la ética del cuidado, veríamos real apertura frente a las voces de quienes han experimentado las tragedias de la militarización, de quienes temen con sinceridad que se disuelvan los contrapesos y se concentre el poder político, como también de quienes demandan un estado social más sólido y la remoción de barreras infranqueables para la movilidad social. Sólo así, bajando la guardia adversarial, podrían acercarse los polos para visualizar un país más sensible y, en definitiva, más justo.
¿Cómo podrían nuestras líderes políticas contribuir a derribar la dicotomía que imposibilita el diálogo? Habría que empezar por cambiar el tono polarizador del discurso oficial, para construir una invitación a reconocer coincidencias a pesar de las diferencias; reconocer la diversidad de opiniones en lugar de clasificarlas en dos bandos irreconciliables; poner énfasis en acuerdos existentes en torno a la generación de condiciones de igualdad.
Escucharnos es también cuidarnos. La configuración de una democracia cuidadora, como la llama la feminista Joan Tronto, requiere de liderazgos que muestren apertura y flexibilidad para establecer consensos y prevenir el atropello de derechos humanos en el presente y hacia el futuro.