“Toda decisión siempre implica una renuncia”, es una frase que siempre voy a llevar conmigo y que le escuché a una colega que lleva más de dos décadas siendo docente y es madre de tres hijas. Repensar las renuncias que llegan con la maternidad ha sido una de mis obsesiones desde que entré en contacto con ella. En un principio, me aferré a que no tendría que ser así, que no deberíamos tener que dejar ir algo por elegir otra cosa, que todo se puede si nos organizamos. Pero no, el tiempo me ha dado evidencia de que el costo de oportunidad existe también en nuestro día a día.

Hace unos meses renuncié a mi trabajo formal como docente universitaria de emprendimiento en una institución muy reconocida. Dejé ir un salario fijo no precario, sus prestaciones, beneficios y posibilidades a futuro porque dejó de ser un lugar con el que pudiera combinar el tiempo que mi hijo neurodivergente requiere. En la entrevista de salida, no me preguntaron mis motivos, más bien me apuraron a las firmas y sellados de huella digital. La sesión duró 15 minutos. ”Por motivos personales” fue el texto que quedó oficializado en el expediente y me dolió.

Unos días antes de realizar este trámite, fue 8M. En uno de los tendederos de la universidad había un letrero que decía “por todas las profesoras que renunciaron ‘por motivos personales '’”. Ese día le tomé una foto sin pensar en el simbolismo que cargaría apenas una semana después. No es un caso aislado, las empresas no están preparadas en sus procesos para reconocer que no ofrecen suficiente para poder combinar el desarrollo laboral y la crianza; mucho menos para la crianzas diferentes. Tampoco están preparadas para escuchar.

En México, cada hijo representa una caída del 8% en la participación laboral de las mujeres. No es casualidad que las madres sean una de las poblaciones más vulnerables al no contar con un sistema de cuidados que el estado pueda proveer. El inventario de renuncias es tan grande como el de elecciones, pero eso no le quita la injusticia, especialmente si tomamos en cuenta que el 70% de las mujeres que se encuentran activamente laborando son madres.

¿Fue voluntaria mi renuncia? Claro que sí. El lugar ya no me pudo ni quiso ofrecer las condiciones que yo necesitaba debido al tiempo que me demandaba, no había forma de equilibrar nada. Al momento de firmar mi renuncia estaba embarazada. Si con una adolescente y un niño de tres años no había posibilidades, con un recién nacido sería aún más difícil.

Mis elecciones fueron tiempo de calidad con mis hijos, tiempo para llevar a mi hijo neurodivergente a sus terapias y acompañar el trabajo posterior, tiempo para ofrecerle la estructura que hoy necesita. Mis renuncias implícitas fueron la seguridad del pago quincenal, el acceso a seguridad social y a beneficios como un seguro médico. ¿El balance queda más parejo?

Yo tengo el privilegio de contar con un negocio exitoso que fue el respaldo y la plataforma para poder elegir irme. ¿Cuántas madres pueden decidir lo mismo sin comprometer sus necesidades? Empresas y gobierno tendrían que apoyar más a las mujeres que son madres y darles condiciones reales para poder ejercer un trabajo y criar.

Como sociedad, tendríamos que ver con mayor seriedad e importancia la crianza para que ninguna madre esté obligada a renunciar ni a su trabajo ni a su familia. Solo con la participación colectiva, redes de apoyo y mejores condiciones para las madres esto se puede lograr.