Las distintas concepciones sobre el amor han sido arena de desigualdades y jerarquías en clave de género, con repercusiones políticas, económicas, culturales y sociales. La crítica feminista ha sido clave para desmontar relatos que subordinan a las mujeres a través de ideales como el amor romántico, el amor abnegado y ese amor que todo lo puede y todo soporta. Ejemplo de ello es la denuncia de que “no es amor, es trabajo no pagado” cuando de la distribución de los cuidados hablamos.

Sin embargo, ¿estas críticas resumen todo lo que el amor implica?, ¿podemos pensar en elegir el amor como una práctica de cuidado? Escrita a cuatro manos y dos corazones, esta reflexión busca reconocer el valor de algo que en la agenda de cuidados se viene planteando con respecto a su carácter relacional y afectivo. Escribimos desde un espacio arropado por un amor compañero que nos implica como pareja y deja huellas en la cotidianidad, así como en la construcción de futuros posibles.

Un amor situado

En su libro Fruto, Daniela Rea Gómez lanza las siguientes preguntas: “¿Es posible cribar el trabajo de cuidados y obtener un amor puro? ¿Y si es las dos cosas? ¿Amor y trabajo?” No hay respuesta fácil antes estas cuestiones, pero sí una invitación a reflexionar los alcances y limitaciones de esos procesos afectivos que revisten el trabajo de cuidados.

Reconocemos, en primer lugar, que la vida afectiva tiene un impacto en la construcción material de nuestro bienestar como personas. La materialidad de los afectos no es una simple traducción de lo que emocionalmente atravesamos en nuestra individualidad hacia los hechos tangibles, sino que puede modular la intensidad, frecuencia, calidad, cantidad y compromiso de los cuidados que brindamos y recibimos.

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En segundo lugar, pensar el amor desde su materialidad es un ejercicio de aterrizaje y localización concreta en contextos situados. No hablamos de un concepto universal y abstracto, una definición de diccionario que resulta por demás ajena, sino de prácticas afectivas concretas que emergen en la interacción, en el marco de experiencias situadas. Así, imaginamos una metáfora que nos permite ubicarlo en nuestros vínculos cuidadores.

El amor como un sustrato afectivo

¿Qué implica esta metáfora? La palabra sustrato nos lleva a pensar desde disciplinas diversas. Por ejemplo:

  • En la botánica, el sustrato es el medio físico donde las plantas se fijan, de donde obtienen tanto estabilidad como los nutrientes necesarios para crecer. Es el lugar donde echan raíces y que permite su desarrollo.

  • En la geología, es una base subyacente en donde se van superponiendo capas. Un suelo que da soporte y determina la estabilidad de lo que se construye encima.

  • En la lingüística, representa la influencia de una lengua o cultura previa que persiste en otra posterior, manifiesta tanto en acentuaciones como en palabras y estructuras gramaticales. Una herencia cultural viva que opera intergeneracionalmente y adquiere forma de acuerdo a su contexto.

  • En filosofía, un sustrato es aquello que subyace a las propiedades de los fenómenos, más allá de sus apariencias. No son cualidades visibles, aunque dotan de sentido y particularidad a los fenómenos, permitiéndoles ser lo que son.

Estas metáforas nos invitan a reflexionar sobre el amor como algo situado, un terreno fértil que permite el crecimiento en condiciones favorables, cuya estabilidad es dinámica, a veces silenciosa, a veces temblorosa. Un proceso vivo que se teje en la interacción cotidiana entre seres y personas de diferentes generaciones, quienes confieren sentido a nuestro ser y a nuestros vínculos.

Amar como elección y consentimiento

A nosotras nos gusta pensar en el amor como una decisión, es decir, como un acto tanto de autonomía como de compromiso. Resaltamos su carácter activo y continuo, centrado en el bienestar mutuo, lo cual implica poner nuestra libertad al servicio de construir y sostener relaciones. En este sentido, nuestras elecciones amorosas expresan una autonomía relacional, interdependiente, que nos permite ser parte activa de nuestras formas de vincularnos.

Sentirnos cuidadxs, cuidarse a sí para cuidar a otra persona y evitar los daños, son actos que requieren atención, confianza, complicidad, apoyo mutuo, así como disfrute, felicidad y satisfacción.

En conclusión, sentimos que amar y cuidar son compatibles, cuando así se decide. Este binomio conforma una estrategia fundamental para sostenernos en un mundo desigual. Desde la atención cotidiana hasta los gestos más profundos de apoyo, el amor consciente, atento y elegido nos invita a transformar nuestras relaciones, nuestras comunidades y a nosotrxs mismxs. Elegir el amor como práctica cotidiana es un acto ético y político: una manera de resistir, construir y sostener la vida.

*Referencias:

Rea Gómez, Daniela (2022). Fruto. Ediciones Antílope.

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