Cultural y socialmente, a las mujeres se nos ha enseñado a competir. Desde pequeñas, se nos dijo que había un lugar para solo una de nosotras: la más bonita, la más deseable, la más inteligente, la más especial. La elegida.
Pero, ¿qué significa realmente ser la elegida? ¿Elegida por quién? ¿Para qué? ¿Acaso somos mercancías en un aparador esperando que alguien nos escoja para validar nuestro valor?
Nos enseñaron que, si otra brillaba, ese brillo era una amenaza. Y lo aprendimos bien. Tan bien, que muchas veces ni siquiera notamos cómo se nos mete en el cuerpo esa lógica de rivalidad que el patriarcado nos impuso.
Una lógica que nos hace ver a la otra como alguien a quien hay que superar o temer. Que nos hace creer que, si alguien “eligió” a otra mujer y no a nosotras, algo hicimos mal. Algo nos faltó. No fuimos suficientes.
Pero ¿y si no fuera así? ¿Qué pasaría si en lugar de vernos como rivales, nos viéramos como distintas sin que eso represente una amenza?
¿Y si dejáramos de pensar que el amor se trata de ser elegidas y comenzáramos a pensarlo como un encuentro entre personas libres que deciden compartir un tiempo juntas, desde el deseo mutuo, no desde la necesidad ni desde la comparación?
El patriarcado no solo construyó una idea de amor basada en la posesión y la exclusividad, también sembró una fantasía: que las mujeres somos enemigas naturales en la conquista del amor, del reconocimiento, de los afectos. Nos empujó a desconfiar unas de otras, a competir por atención, por un lugar, por una pareja, como si nuestro valor dependiera del fracaso de otra.
Como explica Marcela Lagarde, el patriarcado colonizó nuestro sí, nuestra capacidad de autoafirmarnos, de construirnos desde el deseo propio y no desde la mirada ajena. Cuando una relación se termina y alguien decide estar con otra persona, lo que duele no es solo la pérdida del otro, sino la forma en que eso pone en juego una idea de valía aprendida desde los valores patriarcales.
Nos preguntamos: ¿qué tiene ella que no tenga yo? ¿por qué a ella sí la “eligió”? Y en ese duelo no solo sufrimos la ausencia, sino también el eco de una comparación que nos encierra en la dicotomía de ganadoras y perdedoras. Como si no haber sido la elegida nos restara existencia.
bell hooks decía que muchas mujeres, al no haber sido educadas para amarse a sí mismas, buscan en las relaciones la confirmación de su valía. Y eso es justo lo que el patriarcado promueve: un amor que se vuelve medida de éxito o fracaso, una pareja que se vuelve garantía de que valemos, y una ruptura que parece decirnos que no somos suficientes.
Pero no es verdad. Que alguien decida no estar contigo no significa que no vales. Que otra persona haya sido “elegida” no te anula. A veces la relación simplemente ya no funciona. Las personas cambian. Los vínculos se transforman. Hay afinidades que se agotan y otras que aparecen. No se trata de una competencia. Se trata de procesos.
Lo que sí puede marcar una diferencia es cómo nos posicionamos frente a ese dolor. Si volvemos a nuestro sí, como propone Marcela Lagarde. Si nos reconocemos desde nosotras mismas, no desde la aprobación externa. Si entendemos que la autoestima no es una idea abstracta ni un eslogan, sino una práctica cotidiana: hablarnos con respeto, darnos tiempo, mirarnos sin filtros ajenos.
No se trata de romantizar la sororidad ni de forzar vínculos. No todas vamos a ser amigas. Pero sí podemos dejar de vernos como enemigas. Podemos aprender a mirar con otros ojos, a no culparnos ni culpar a la otra cuando una relación se termina. Podemos salir de la trampa que nos dice que solo valemos si alguien nos escoge.
Coral Herrera propone pensar el amor como algo más amplio, no limitado a la lógica del sacrificio ni de la exclusividad. Amar sin perderse. Amar sin anularse. Amar sin compararse. Sin que eso determine cuánto vales. Claro que suena más fácil de lo que es, pero es posible aprender otra forma de reconocernos.
Y aquí entra la perspectiva de género.
Porque esto no es solo una experiencia individual o emocional. Está atravesado por los roles, mandatos y estereotipos de género que nos enseñaron desde niñas y niños: que las mujeres debemos gustar, agradar, ser elegidas. Que si no nos escogen, algo nos falta. Que si no nos aman, no valemos.
Y no se trata solo de las mujeres. A los hombres también se les impone una forma rígida de vivir el amor, el rechazo, el vínculo. No se les permite sentir tristeza ni mostrar vulnerabilidad. Se espera que demuestren poder, que “pasen la página”, aunque por dentro estén rotos. Esto entre otras coas justifica y fomenta las violencias.
Por eso es tan importante incorporar una perspectiva de género interseccional y feminista. Porque la autoestima no se construye sola ni se sostiene con frases vacías. No basta con decirnos “quiérete mucho” si el mundo te repite una y otra vez que vales menos, que no tienes los mismos derechos, que no importas tanto, que existes para los otros y bajo su validación y reconocimiento.
Necesitamos desmontar esa lógica. Entender que el dolor no siempre es solo por la pérdida, sino por cómo aprendimos a vernos a través de esa pérdida. Por eso, cultivar una autoestima sólida es también un acto político. Es reconocer que valemos por lo que somos, no por lo que otros ven o dejan de ver en nosotras.
Quizás eso sea lo que más necesitamos aprender: que no hay una forma correcta de ser mujer, ni un modelo único de amor. Que nuestro valor no depende de ser elegidas. Que la otra, esa que antes vimos como rival, también está intentando sobrevivir al mismo sistema que nos separó. Y que juntas podemos imaginar y tejer otras formas de relación y de fuerza compartida.
Si vives o crees que estas viviendo violencia comunícate con nosotras:
Espacio Mujeres para una Vida Digna Libre de Violencia, A.C. 55 3089 1291
Red Nacional de Refugios, A.C. 800 822 44 60