Reivindicar los cuidados, los afectos, la escucha, la ternura —sin romantizar nada pero sin negarlo todo— es también una forma de resistir al cinismo, al individualismo, al sálvese quien pueda disfrazado de empoderamiento".

Dahlia de la Cerda, en Cuando hablamos de amor.

Recientemente, la revista Vogue publicó el artículo “¿Por qué ya no está de moda tener novio?”, escrito por Chanté Joseph. El texto sugiere que tener pareja puede resultar vergonzoso o anticuado y que, a diferencia de generaciones anteriores, las mujeres jóvenes hoy abrazan la soltería como sinónimo de libertad e independencia. Incluso se plantea que muchas prefieren no mostrar a sus parejas en redes sociales para evitar cualquier lectura de dependencia emocional.

Entonces, ¿el supuesto “contrato por medio del cual se adquiere el empoderamiento” incluía una cláusula no escrita donde la libertad, la autonomía económica y la descentralización del amor romántico patriarcal implicaban renunciar al deseo de vincularnos afectivamente? ¿O es simplemente el capitalismo, el mainstream y la industria de la moda vendiéndonos —e imponiéndonos— la idea de: “¿por qué querrías una relación si estás tan bien sola?”

¿En qué momento nuestra vida afectiva se convirtió en materia prima del marketing del empoderamiento?

Vivimos una era de austeridad afectiva donde la soltería se eleva al rango de estatus aspiracional. Pero no cualquier soltería: una que debe verse como viajes constantes, aventuras sofisticadas, absoluta independencia, piel perfecta, rutinas de skincare impecables y brillo inagotable. Todo esto en un sistema que precariza y en el que la salud mental continúa siendo un privilegio.

Pero qué va: ser soltera está de moda.

Pasamos de un acto político —descentralizar los afectos, cuestionar el amor romántico patriarcal, abrir posibilidades para vincularnos de otras formas— a un statement performativo de empoderamiento.

Es innegable que, desde hace décadas, los feminismos han posicionado políticamente la importancia de relaciones afectivas más horizontales, menos atravesadas por el poder patriarcal y, sobre todo, que no reduzcan la vida de las mujeres al destino de pareja. Sin embargo, ese acto político parece diluirse cuando se sustituye por una versión aspiracional de soltería, donde esta se presenta como la única forma válida de poder y la vulnerabilidad emocional se vuelve sospechosa. 

En este guión, el desapego, el “sentir pero no demasiado” y el ghosting dictan las reglas del juego. Desear vínculos horizontales parece, entonces, un síntoma de debilidad que nos resta puntos en el feministómetro de la soltería.

Del “cásate ya” y del “cómo ser la novia perfecta” pasamos a su versión invertida: “sigue soltera para ser poderosa”. Pero esa dicotomía replica el mismo esquema de siempre:

Antes: “una mujer sola está incompleta”.

Ahora: “una mujer que desea afecto está retrocediendo”.

La narrativa cambia, sí, pero continúa siendo un mandato externo sobre nuestros afectos.

El amor romántico patriarcal nos ha atravesado: lo hemos teorizado, politizado y cuestionado para situar la libertad de decisión y la agencia de las mujeres en el centro. Pero de ahí a negar la posibilidad del afecto en un mundo que celebra el desapego y el individualismo hay una distancia enorme que debemos problematizar.

El amor, la emoción, la ternura y el cuidado no son señales de debilidad. Son actos políticos que los feminismos han puesto en el centro desde hace años. Nos toca resignificarlos para construir vínculos más justos, más equitativos y más seguros.

No negamos que reivindicar la soltería y la independencia sean transformaciones profundas en la vida de muchas mujeres: habilitan decisiones propias, permite escucharnos desde otro lugar y habitar una existencia que no gire únicamente alrededor del amor romántico. Pero esa descentralización de los afectos no es una identidad totalizante.

La soltería no debe convertirse en un nuevo mandato, en la única vía legítima para “empoderarnos”. 

Sí, puede ser liberador elegir no tener pareja. Pero también puede ser igual de liberador decir sin vergüenza: “Quiero una vida mía, pero también quiero a alguien con quien compartirla".

La agencia implica elección. Y la libertad implica posibilidades, no seguir obedeciendo mandatos externos.

Al final, el poder está en decidir, no en performar una autonomía impuesta. Porque la autonomía no está peleada con el deseo.

Y la libertad no es —ni debería ser— un escudo contra el afecto.