La marca de productos menstruales de una empresa multinacional lanzó el año pasado una campaña que, según las declaraciones de su gerenta de marketing, tenía como objetivo “empoderar a las mujeres y desafiar los tabúes sobre la menstruación”. La idea fue crear imágenes por CGI de una toalla higiénica gigante siendo llevada por el caudal de algunos ríos. El Río Rojo localizado en Cusco en Perú, fue seleccionado como epicentro de la campaña, una vez más según lo dicho por la misma gerenta, porque representa “la fuerza de la naturaleza y el poder femenino”. Domina el rojo fue el nombre de la campaña que incluyó la colaboración de muchas influencers que crearon contenido sobre cómo su día no para ni siquiera cuando menstrúan, gracias a los productos de esta marca, por supuesto.
El empoderamiento femenino se ha convertido en la pieza infaltable de la comunicación mercantilista, es la forma más sencilla y mediocre de vender productos convencionales como experiencias profundas, mientras que se reivindica el mismo lenguaje que sostiene al sistema capitalista patriarcal. Al final, esta y las demás campañas que hablan de empoderamiento, buscan lo mismo que buscaban las marcas antes del auge del feminismo liberal: que consumas.
El empoderamiento que compramos a través de estos productos es el que te motiva a no parar, a “dominar” la naturaleza para seguir produciendo. Es el que te dice que de la violencia te salva la solvencia económica, y que el dolor que produce la imposición de la belleza blanca hegemónica, se soluciona aceptándote tal cual eres y queriéndote mucho. En resumen, es una herramienta neoliberal más, para convencerte de apostar por los procesos individuales por sobre la organización colectiva, y de que una mejor vida solo es posible a través del consumo y la acumulación.
Pero también es un servicio muy requerido. En el mercado laboral, cada vez más se habla de marketing con “impacto social” (y sus variantes), que ofrece planes comunicacionales que incluyen conceptos como diversidad, inclusión, representación, igualdad, etc. Aunque estos solo sean considerados para la construcción de la imagen pública de la marca, para la gestión de riesgos y para abordar las violencias patriarcales y coloniales como crisis reputacionales.
Una comunicación que des-empodera es una pequeña resistencia frente a toda una industria que se fortalece convirtiéndolo todo en un producto: los movimientos políticos, las identidades subalternizadas y hasta nuestra propia existencia. Una comunicación consciente y sintiente, que reconozca nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Una comunicación que busque cuidar más que empoderar, que proponga solidaridad en vez de competencia. Una comunicación que comprenda la rabia, el dolor, la frustración, el cansancio, el desgano, el hartazgo, la tristeza y la fealdad. Que proponga procesos lentos, que considere el descanso y que hable pero que también escuche.
Aunque esta sea una práctica impensable dentro de la industria, siempre podremos abrirnos nuevos espacios para recuperar la comunicación como parte fundamental para sostener la vida.