Quiero empezar haciendo una breve definición de lo que entenderemos por violencia y en concreto por violencia en razón de género. Por violencia entenderemos cualquier acto u omisión, es decir, aquello que se hace o se deja de hacer, que daña a una persona y que está atravesado por relaciones de poder y control que vulneran su integridad y también su calidad de vida. Esto último nos remite a aquellas condiciones estructurales que permiten o no que las personas podamos tener las condiciones y oportunidades adecuadas para nuestro desarrollo y calidad de vida.
Ahora bien, la violencia basada en género es la que se ejerce respondiendo a roles, estereotipos y mandatos o precisamente porque estos no se cumplen.
Para comprender a qué nos referimos y por qué esto tiene efectos en nuestra vida, hay que aclarar que cuando hablamos de género, nos referimos a una serie de creencias y preconcepciones de lo que se supondría que tendríamos que hacer o ser dependiendo si se es hombre o mujer. El género es una construcción cultural que dicta ciertas normas escritas y no escritas de lo que se espera de nosotras y nosotros, limitando nuestro desarrollo. Esto se expresa a través de frases cotidianas, creencias heredadas, roles impuestos y expectativas que parecen “naturales”.
Una de las expresiones más arraigadas de esta construcción cultural es la división sexual del trabajo: la asignación diferenciada de tareas y responsabilidades en función del sexo. Históricamente, las mujeres han sido confinadas al ámbito doméstico y los cuidados, mientras que los hombres han ocupado los espacios públicos, productivos y de toma de decisiones.
Esta división no solo distribuye de forma desigual las cargas, sino que se presenta como “natural”, como si cuidar, alimentar, limpiar o criar estuviera inscrito en el cuerpo de las mujeres. Silvia Federici explica cómo este trabajo ha sido históricamente invisibilizado, no remunerado y romantizado, vinculándolo al amor, al sacrificio y a la entrega.
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Así, muchas mujeres enfrentan dobles y hasta triples jornadas: realizan trabajo remunerado fuera de casa, y al volver, se encargan de tareas domésticas y del cuidado de otras personas. Esta sobrecarga tiene efectos directos en su salud, su autonomía y sus oportunidades. Silvia Federici insiste en que el trabajo del hogar y de cuidados no solo sostiene la vida, sino que sostiene el sistema económico entero. Por eso, no basta con visibilizarlo: es urgente valorarlo, redistribuirlo y garantizar condiciones dignas para todas las personas, hombres y mujeres.
Los prejuicios, estereotipos, mandatos y roles de género no solo reproducen desigualdades: también justifican la violencia y la silencian. Para desarmarla, necesitamos nombrar estas estructuras, visibilizarlas, y abordarlas desde una perspectiva de género interseccional. Y, en muchos casos, imaginar también formas de reparación y transformación que no reproduzcan la exclusión: prácticas restaurativas que permitan el diálogo, la responsabilidad y el cambio.
Los prejuicios de género son juicios anticipados que operan como filtros culturales. Desde muy pequeñxs aprendemos, por ejemplo, que las niñas deben ser delicadas y los niños valientes, que las mujeres son emocionales y los hombres racionales, que unas cuidan y otros mandan. Estas ideas no son inocentes: condicionan el acceso a derechos, moldean expectativas y legitiman desigualdades profundas.
A los prejuicios se suman los mandatos, los estereotipos y los roles. Los mandatos son órdenes implícitas que marcan lo que se espera de cada quien: que una mujer se sacrifique por los otros, que un hombre reprima su vulnerabilidad. Los estereotipos simplifican la realidad: la madre abnegada, el hombre proveedor, la mujer manipuladora. Los roles asignan tareas y jerarquías: las mujeres deben cuidar, los hombres decidir. Todo esto está naturalizado y reforzado por instituciones como la escuela, los medios, la familia, la religión y el Estado.
Marcela Lagarde nos explica cómo estos mandatos no solo oprimen, también, producen subjetividades. Las mujeres son educadas para el amor romántico, el sacrificio, el cuidado, la entrega. Pero también para aceptar la violencia como parte del precio a pagar por “ser queridas”.
Estos elementos simbólicos son raíces profundas de la violencia. Porque sostienen la idea de que unas personas valen más que otras, que unas deben someterse y otras pueden ejercer poder. También justifican la violencia: “ella lo provocó”, “es su carácter”, “él es así”. Lo simbólico prepara el terreno para lo estructural.
Por otro lado, María Lugones propone pensar desde la interseccionalidad: es decir no todas las personas vivimos estos mandatos de la misma manera. Una mujer indígena, una mujer migrante, una mujer lesbiana o trans, no enfrentan una sola forma de opresión. Enfrentan mandatos cruzados y violencias entrelazadas. La perspectiva interseccional permite entender cómo se entretejen estas formas de subordinación, y por qué no basta con hablar de igualdad si no partimos desde lugares equitativos.
Rita Segato nos dice que la violencia no es un hecho aislado, sino una pedagogía del poder. La cultura enseña, una y otra vez, quién manda y quién obedece, quién puede y quién no dedicarse a qué. Por eso los estereotipos no son solo prejuicios individuales: son tecnologías de control social que disciplinan los cuerpos y los afectos.
Estos discursos se encarnan en lo cotidiano:
- Cuando una niña es castigada por hablar fuerte.
- Cuando un adolescente gay es expulsado simbólicamente por su familia.
- Cuando una mujer es considerada poco profesional por no sonreír.
- Cuando un niño que llora es llamado “niñita”.
Frente a estas formas de violencia simbólica y estructural, es fundamental proponer caminos de transformación. En este sentido las prácticas restaurativas ofrecen una vía: no niegan el daño, pero invitan a reconocerlo, nombrarlo y repararlo colectivamente. Son especialmente útiles en contextos escolares, comunitarios o institucionales, donde los discursos violentos circulan sin consecuencias o con castigos que no enseñan y no modifican nada de fondo.
Estas prácticas crean espacios seguros para el diálogo, fomentan la escucha activa, el reconocimiento del otro y la responsabilidad compartida. No se trata solo de castigar, sino de transformar. De reparar sin expulsar, de asumir sin destruir, de sanar sin silenciar. De seguir levantando la voz todas las veces que sea necesario para que las raíces de las violencias salgan a la luz y podamos cuestionarlas y transformarlas, una por una.
Romper con los estereotipos y mandatos no es un acto individual. Es un proceso colectivo que requiere lenguaje, escucha, reparación y comunidad.
Nombrar lo que está en la base de la violencia es el primer paso para imaginar otra forma de vivir, relacionarnos y cuidarnos.
Si vives o crees que estas viviendo violencia comunícate con nosotras:
Espacio Mujeres para una Vida Digna Libre de Violencia, A.C. 55 3089 1291