A los 19 años, Frida dejó México para estudiar Bellas Artes en Londres. Un año después, influenciada por un joven coreano que conoció en X (antes Twitter) y con quien mantenía una relación a distancia, decidió mudarse a Seúl. Con el tiempo, descubrió que la imagen de modernidad y sofisticación que Corea del Sur proyecta al mundo es solo una fachada: detrás se esconde una sociedad atravesada por el racismo, el clasismo, el machismo, la presión estética y sus consecuencias emocionales, que van del bullying a los intentos de suicidio.

Desde hace más de una década, Corea del Sur vive un fenómeno sin precedentes: la llamada Hallyu u “ola coreana”. Como explica la doctora Jessica Fernanda Conejo Muñoz, especialista en representaciones culturales y mediáticas de Asia Oriental, se trata de una estrategia estatal de soft power —es decir, la capacidad de un país para ganar influencia internacional a través de la cultura, los valores y la imagen pública, en lugar del poder militar o económico—.

Corea del Sur lo ha logrado mediante la exportación de productos culturales como el K-pop, los K-dramas, el cine, la moda, el maquillaje o el turismo. El objetivo: fortalecer su economía y posicionarse como un referente global a través de una imagen amigable y aspiracional.

En México, este fenómeno comenzó a ganar fuerza en 2002 con la transmisión de los primeros K-dramas en Canal 34, pero fue en la década de 2010, con la llegada de YouTube, cuando realmente despegó, como documenta la periodista Abigail Camarillo en Animal Político. Esta tendencia ha sido especialmente bien recibida por mujeres jóvenes de entre 20 y 40 años. De acuerdo con Conejo Muñoz, esto se debe a que gran parte del contenido está dirigido específicamente a una audiencia femenina.

Los K-dramas, por ejemplo, proyectan estilos de vida urbanos aspiracionales, a través de historias de amor y amistad emocionalmente intensas, pensado para conectar simbólicamente con ellas. Incluso los idols suelen dirigirse a sus fans en femenino, reforzando este vínculo.

Además, como menciona Elizabeth Aguilar en un artículo publicado en 2024, el K-pop atrae fuertemente por combinar géneros como pop, rap, R&B y trap, con letras positivas, videoclips impactantes, coreografías sincronizadas e idols estéticamente “perfectos” y carismáticos.

Pero este consumo tiene un trasfondo simbólico. Según Conejo Muñoz, la redefinición de la masculinidad en Corea —a través de figuras como los flower boys o la soft masculinity—ofrece un hombre emocionalmente abierto, estilizado y cuidado, opuesto a la masculinidad rígida y autoritaria que ha predominado tanto en Corea como en México. Para muchas jóvenes mexicanas este modelo representa una alternativa emocional segura. Sin embargo, no necesariamente desafía los roles de género tradicionales en Corea del Sur.

Además, el amor en el K-pop y los K-dramas es más inocente, sensible y afectivo, lo que contrasta con las relaciones marcadas por el machismo. Asimismo, álbumes como Love Yourself del grupo BTS, promueve mensajes de autoestima que impactaron profundamente con las fans. Así, para muchas mujeres, la cultura coreana se convierte en una forma de escape y resistencia simbólica.

Aunque los hombres también pueden ser fans, el machismo en México limita que se identifiquen con modelos masculinos que se alejan del ideal heteropatriarcal.

Desde México, Corea del Sur suele verse como un país ideal: una nación moderna, segura y culturalmente fascinante. Su industria del entretenimiento ha impulsado una imagen aspiracional. Sin embargo, para quienes han vivido ahí, la experiencia puede ser muy distinta.

Detrás de la fachada: ser mujer en Corea del Sur

Para Frida, al inicio, su experiencia fue emocionante. Al principio de la relación su expareja parecía el chico de sus sueños. Le ayudaba a superar su temor a socializar y la animaba a salir con amigos. “Me decía: ‘no te encierres, sal con tus amigos’”, recuerda.

Pero cuando ella se mudó a Corea, todo cambió. Él comenzó a pagar parte de sus gastos y a exigirle obediencia: “Yo estoy pagando para que estés aquí, tienes que hacer lo que yo diga”, le decía. La relación se volvió controladora, cargada de celos, manipulación y chantaje emocional.

Incluso se ponía celoso si alguno de sus propios amigos mostraba atención hacia Frida, aunque él mismo los hubiera presentado. Durante una fiesta, uno de ellos, borracho, la abrazó y su pareja reaccionó culpándola a ella. “Nunca me pegó, pero me manipulaba emocionalmente para que no lo dejara. Cada vez que intentaba irme, me convencía de volver”, dice.

Todo terminó cuando una mujer tocó la puerta de su casa y le dijo: “soy la prometida del chico con el que estás saliendo”. Frida supo que él había llevado una doble vida durante los dos años de relación.

Este tipo de control y violencia emocional, aunque no siempre visible, se enmarca dentro de una estructura social machista profundamente arraigada en Corea del Sur.

Un artículo del Programa Universitario de Estudios sobre Asia y África (PUEAA) de la UNAM explica que la industrialización en Corea consolidó una división sexual del trabajo que relegó a las mujeres a posiciones precarias tanto en el hogar como en el ámbito laboral. Este modelo se mantuvo durante décadas, y aunque ha habido avances, las brechas de género siguen siendo alarmantes.

De acuerdo con un artículo de Noticias Yonhap, el 36.1% de las mujeres ha vivido algún tipo de violencia —sexual, física, emocional o económica— según datos de una encuesta del 2024 del Ministerio de Igualdad de Género y Familia de Corea del Sur. Además, Noemí Rodríguez, en su artículo para la Gaceta ¡Goooya! , indica que conforme a un estudio del Instituto Coreano de Criminología, el 79.7% de los agresores eran parejas o exparejas. 

A esto se suma la impunidad: la agencia AFP reportó en 2018 que más de la mitad de las denuncias por violencia sexual se archivan sin consecuencias. Para que un caso sea clasificado como violación, la víctima debe demostrar resistencia física, y si habla públicamente del agresor, incluso si dice la verdad, puede ser demandada por difamación.

Frida fue testigo de esta revictimización. Una vez al salir de una fiesta, un hombre borracho comenzó a seguirla. Corrió hasta una tienda a pedir ayuda. En otra ocasión la policía se negó a intervenir ante una situación de acoso. “Me dijeron que las extranjeras sólo vienen a provocar a sus hombres”, dice.

Pero la experiencia más extrema ocurrió cuando un oficial, que se había ofrecido a llevarla a casa tras una situación de riesgo, desvió el auto hacia un hotel. “Me bajó del auto a la fuerza, me obligó a entrar con él a una habitación. No pude hacer nada”, cuenta. Este episodio no lo denunció por miedo a que no le creyeran y por la experiencia previa con las autoridades de ese país.

El machismo estructural también se vive en el ámbito laboral. Según el artículo del PUEAA, las mujeres surcoreanas ganan en promedio un 35.3% menos que los hombres por el mismo trabajo. Además, menciona que durante 2016 el acoso sexual fue el tipo de violencia más frecuente, ya sea en espacios laborales o en espacios públicos, representando el 52% de las denuncias. 

Frida trabajó como recepcionista en un hotel y su contratación se basó, según sus jefes, en su apariencia física: “Nos gustas porque llamas la atención de los clientes” le dijeron. Además, le asignaban turnos nocturnos porque querían que recibiera a hombres coreanos que llegaban después de salir de fiesta. “A los chicos guapos los ponían en la mañana, para atraer a turistas mujeres. Era obvio que se trataba de explotación de la imagen” cuenta Frida.

Una amiga suya que trabajaba en una oficina le contó que su jefe solía decir: “Las mujeres son pura cara bonita, los hombres sí son de mente”.

El precio de no encajar: racismo, estereotipos y censura

A estas violencias se suma el racismo cotidiano que enfrentan las personas extranjeras. La periodista surcoreana Jisooaw explica que Corea del Sur es el único país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) que no cuenta con una ley integral contra la discriminación. Según datos de la Oficina Nacional de Estadística, en 2018 uno de cada cinco extranjeros ha sufrido discriminación, principalmente por su nacionalidad, no hablar el idioma, el color de piel o la apariencia.

Frida recuerda situaciones donde era tratada con privilegio por tener piel clara, mientras que a amigas de tez más oscura se les negaba el acceso a bares o tiendas. “Una vez, una amiga haitiana quiso entrar conmigo a un bar.

A mí me dejaron pasar sin problema, a ella le dijeron que no”. En otra ocasión, una mujer coreana se acercó a su amiga keniana, le frotó el brazo y le dijo: “Ah, así eres. Qué horrible”. Incluso a Frida, por ser mexicana, la llegaron a expulsar de los locales tras confesar su nacionalidad. “Mientras no dijera que era mexicana, todo bien. En cuanto lo decía, me sacaban o me trataban distinto”, dice. 

A pesar de todo, la imagen que proyecta Corea del Sur a través de su industria cultural sigue siendo la de un país ideal. En los K-dramas, aunque hay algunos que comienzan a cuestionar la violencia patriarcal, como Link: Eat, Love, Kill, la mayoría sigue perpetuando estereotipos problemáticos.

Rodríguez analiza cómo muchos de estos productos audiovisuales reproducen un tipo de “amor” posesivo y no consensuado: besos forzados, celos extremos y control disfrazado de protección. En lugar de cuestionarlos, muchas veces se romantizan. Las mujeres son retratadas como inocentes e inestables; los hombres, como fríos, exitosos y proveedores.

Además, la propia cultura surcoreana tiende a marginar y censurar si se habla de las realidades que se viven en el país. Frida cuenta que un amigo coreano tiene una banda de metal que fue vetada porque sus canciones que hablan a cerca de cómo la cultura y la sociedad coreana llevan a muchas personas al borde del suicidio; También por tratar temas políticos.

Aunque con el tiempo se levantó el baneo, estuvieron en una lista negra del gobierno donde colocan a artistas o músicos que critican abiertamente al país. Durante ese tiempo, no podían salir de Corea. A pesar de eso, él sigue con su banda. Sin embargo, a raíz de todo lo que vivió —entre la represión, el estigma y la presión social— intentó suicidarse varias veces. Ahora está en tratamiento psicológico y con medicación.

Frida explica que la presión social juega un papel clave en estos casos. Las personas que se atreven a hablar o a romper con los modelos establecidos son catalogadas como marginadas, lo que las expone al acoso y al rechazo social. Además, enfrentan estándares muy estrictos: para la sociedad surcoreana, una persona a cierta edad ya debe estar casada, tener un auto y un estatus económico definido. Si no cumples con ese molde, eres considerado un fracaso

La presión estética en un mundo de perfección

Otra de las presiones más evidentes es la obsesión con la apariencia física, sobre todo para las mujeres. Esta exigencia atraviesa todos los espacios: la escuela, el trabajo, el entretenimiento. Corea del Sur lidera el consumo mundial de productos de skincare, cosméticos y cirugías plásticas. Esta obsesión no es solo un asunto comercial, sino que refuerza estructuras machistas que imponen un modelo de feminidad violento e inalcanzable.

En las calles de Seúl es normal ver anuncios de cirugía plástica protagonizados por idols del K-pop, con cuerpos muy delgados que son promovidos como modelos a seguir. Estas figuras públicas siguen dietas extremadamente estrictas que luego circulan por redes sociales, generando presión en jóvenes surcoreanas y también en fans internacionales. Así, la estética surcoreana se ha vuelto una norma global donde la belleza equivale a valor.

Hawong Jung, periodista de Nueva Sociedad, describe que el ideal femenino en Corea incluye una “piel pálida y luminosa, ojos grandes, rostro aniñado, cabello largo y brillante, nariz fina y un cuerpo muy delgado”. Según sus datos, casi el 17% de las mujeres surcoreanas entre 20 y 29 años están por debajo de su peso, mientras que en los hombres esa cifra no llega al 5%.

Aunque Frida no vivió directamente este tipo de discriminación estética, sí la presenció. Su último empleo en Corea del Sur fue como bartender en un bar semiclandestino durante la pandemia. Aunque el trabajo no le parecía del todo malo, notó cómo su jefe la trataba con preferencia, pero por razones superficiales.

Recuerda que una de sus compañeras chinas, a pesar de hablar coreano con fluidez y conocer perfectamente el funcionamiento del bar, no fue considerada para acompañar al jefe a una cena de negocios. Cuando Frida le preguntó por qué la había elegido a ella, si su coreano era peor, él respondió delante de ambas: “Sí, pero tú estás bonita, a comparación de ella”. 

Esa situación la marcó. Se dio cuenta de que su apariencia había sido una especie de escudo, mientras que su compañera sufría una humillación constante y normalizada. Incluso en cosas simples, como compartir comida, se notaban las diferencias. A ella le decían “come lo que quieras”; a su compañera: “deja algo para los demás” o “deberías comer más ensalada” en tono de burla.

Vidas al borde: Corea también se rompe

A todo esto se suma una realidad alarmante: Corea del Sur tiene una de las tasas de suicidio más altas de los países de la OCDE. Aunado a ello, tras el auge del K-pop, esta industria ha servido como cortina de humo para encubrir esas cifras. Solo cuando un caso se vuelve mediático, las autoridades se ven presionadas a actuar.

Frida lo confirma: “Por eso en los metros instalaron una especie de bardas de cristal o rejas para que la gente ya no se siguiera suicidando. También los puentes largos que cruzan el río tienen barandales con forma de U hacia arriba, que parecen decoración, pero en realidad están diseñados para impedir que la gente se tire. Y hay casetas telefónicas de ayuda contra el suicidio cada cierto tramo”.

Ante estos problemas, hay fans organizados que ya son conscientes de que detrás de la estética perfecta del K-pop hay un lado oscuro. La asociación Han-A, dedicada a difundir cultura coreana, advierte sobre el entrenamiento extremo de los idols, los abusos y las tragedias, incluidos suicidios. Así mismo, existen cada vez más denuncias y materiales en internet que ayudan a visibilizar esta problemática.

Imagen

Muñoz Conejo explica que parte del problema está en cómo consumimos los productos culturales: “Creemos que los medios reflejan la realidad, cuando en verdad están construidos a partir de decisiones editoriales, estéticas y políticas. Incluso en los documentales o cámaras de vigilancia hay estructuras de poder detrás de cada imagen”. Y agrega: “si tuviéramos más conciencia de cómo se construyen las representaciones sociales, dejaríamos de idealizar lo que vemos y empezaríamos a mirar con una postura más crítica”.

Frida también lo reflexiona desde su experiencia personal. Dice que sí, vivió nueve años allá y pasaron cosas malas, pero no todos los días fueron así. “Lo malo que te conté fue lo malo de esos nueve años, no de uno solo. Yo ya estaba acostumbrada a ese ritmo de vida, por eso ya lo sentía como mi lugar seguro”.

Sobre quienes que idealizan Corea del Sur, dice que no está en contra de que alguien quiera ir a conocer el país, pero cree que hay que informarse bien. “Visita si quieres, adelante, si te va bien, qué bueno. Pero si piensas vivir allá, trabajar allá, es otra cosa. Vivir es muy diferente a visitar. No te guíes solo por los K-dramas o el K- pop. Investiga cómo son realmente las cosas, y ya después tú decides. Cada lugar tiene cosas buenas y cosas malas”.

Lo que inició como un sueño para Frida, terminó siendo una experiencia profundamente contradictoria. Pero su testimonio no se traduce en que el resto deje de disfrutar de la cultura coreana, satanizar el país y a sus habitantes y ya no querer visitar Corea del Sur, sino que invita a hacerlo con una perspectiva crítica.

El verdadero respeto no está en idealizar, sino en comprender, pues la admiración ciega no sólo invisibiliza el dolor de quienes viven las consecuencias de estas estructuras opresivas, sino que también perpetúa un sistema global de consumo que transforma la cultura en mercancía, y la imagen, en verdad.