No soy la única mujer que ha sido abusada sexualmente, ni tristemente seré la última. Más aún, tampoco es la primera vez en toda mi vida que como mujer soy víctima de una agresión sexual. Estamos hartas. Y lo digo en plural, por mí y por ti que estás leyendo ahora, e incluso por las que ni verán el texto. Estamos hartas, mejor dicho, ¡ESTAMOS HASTA LA MADRE! Así en mayúsculas y gritando.
Los hombres siguen cometiendo una y otra vez este tipo de agresiones, porque pueden, así de simple, porque en su valemadrismo tocar a las mujeres para satisfacer un deseo sexual es meramente “instinto natural”, así lo justifican o creen, y no lo consideran nunca una educación de mierda misógina, cosificante, machista y violenta. Aprendida y que puede desmontarse.
Decidí salir de antro porque estaba triste, había cortado con mi novio. Y aproveché que Joel me llamó, un tipo que estaba conociendo apenas, era la tercera vez que lo veía, y me dijo que estaría en un lugar de Copilco. Fui. No pude comprar alcohol porque no aceptaban tarjeta, sólo efectivo. Mejor pensé, la tristeza no me da para beber, por lo que sólo me puse a disfrutar de la música y el baile en medio de un mar de gente, solas y en parejas… Habían pasado 90 minutos cuando se juntaron en una mesa doble Joel y otro grupo de amigos. Oye, me dijo, “mi compa y yo te queremos besar entre los dos”.
Le contesté que estaba loco, que yo no quería besarlo a él, que era más guapo y que ya lo conocía un poco más, que qué le hacía pensar que quería besar a su amigo que ni topaba. No fue insistente, al menos no mucho, sólo me lo volvió a decir una segunda vez, pero ahora me lo espetó con la cara seria, como de enojo, y yo lo sentí como amenaza, así que me levanté de la mesa, muy firme, y le dije que “ahí se veía, que me iba”.
Sólo di tres pasos y se me echaron encima los dos, uno por delante y otro por detrás, comenzaron no a besarme, sino a morderme, como perros, la espalda, el cuello, el brazo y, uno de ellos, estaba prendido a mi labio inferior, ocasionándome el dolor más intenso. Sentía que si me movía o lo empujaba me iba arrancar la boca. Ambos, mientras me mordían, me tocaron el culo y me apretaron con mucha fuerza los senos, no por fuera, sino metiendo la mano a la blusa. Fue horrible. Asqueroso. Me dio mucho miedo, yo que presumo siempre de ser valiente, me dio miedo. Todo pasó en segundos, y fue justo la inmediatez, la sorpresa, la hora, apenas las 8 de la noche, y rodeados de gente que no hicieron nada, los factores que contribuyeron al miedo y el espanto.
Dos meseros que se percataron que no era un juego lo que estaba pasando, o algo consentido por mí, los comenzaron a golpear para que me soltaran. Entonces caí al suelo en medio del pleito y recibí por accidente una patada en la rodilla, y me golpeé con la punta de la mesa en la espalda. Además que se me cayeron encima todas las micheladas que había en la mesa.
Salí como pude del lugar, que estaba en la planta alta, aún con el dolor en la rodilla, golpeada, lastimada, empapada de alcohol. Me fui llorando. Entre la tristeza que ya traía, el espanto, y lo miserable e injusto que es saber en carne propia que este tipo de cosas sigan pasando una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…
Yo no estaba borracha, pero aunque lo hubiera estado, eso no importa, no era una invitación a agredirme. Yo salí con un prácticamente desconocido, sí, se los acepto, pero eso tampoco era una razón para ser atacada. Yo no llevaba ropa de licra, ni transparente, ni corta, pero aunque hubiera llevado algo de esto, eso no son elementos para que dos hombres me agredan. Ni aquí ni en China. Yo salí sola y de noche, eso tampoco es justificación para que dos machos crean que soy un objeto sexual. Además, las agresiones hacia las mujeres pasan de día, y también fuera del antro, pasan en casa, en el trabajo, la escuela y la calle. Revisen los datos y la prensa.
Me fui sin esperar a la policía, o a que los meseros pusieran a los agresores delante mío. No quería por ningún motivo darle explicaciones a la autoridad de por qué estaba en ese lugar, yo una señora de 40 años, con unos jóvenes de 24.
No quería que me llevaran a un ministerio público para que me quitaran la blusa y un médico legista revisara las mordidas que me habían dado. No me daba la gana desnudarme delante de un extraño. No quería responder que soy ama de casa, mamá, y que aún así estaba en un antro, sí, ¿y? No quería responder toda la serie de preguntas que las que ya hemos pasado antes por esas dependencias poniendo una denuncia, sabemos muy bien. También lo digo aquí por mí y por todas: Estamos hasta la madre de la revictimización, las miradas burlonas, las preguntas incómodas, y las risitas o comentarios ofensivos, de quienes nos atienden en los ministerios, al poner querellas.
Pero así como los hombres nos tocan y agreden solo porque pueden, también está una sociedad cómplice que los sostiene y los secunda en ello. Y lo mismo: son cómplices porque pueden. Porque tampoco piensan o creen, que ese culpabilizar o criticar es culturalmente aprendido dentro de una educación misógina, violenta, machista y moralmente estúpida.
La poca gente a la que se lo conté a detalle, me dijo que era una exagerada al llamarle abuso sexual, a lo que recibí por parte de estos jóvenes. Me dijeron que no había pasado nada malo porque pude llegar a casa por mi propio pie; que no fue grave porque no me lastimaron mandándome al hospital, ni intentaron matarme, o que pensara que a otras las asesinan y ya no pueden contar nada. Y para rematar, que pues sí, para qué salía yo una señora de 40 a un antro, y con un joven al que conocía casi de nada. Y que para qué lo contaba o ponía en redes sociales si no lo iba a denunciar. Que sólo quería llamar la atención.
Las que sí fueron solidarias conmigo cuando se los platiqué me hablaban de funar al que conocía, de poner su cara y su nombre, de ir a la UNAM a su facultad y exhibirlo, de ir hacer una protesta a la escuela o al antro. Y contesté que tampoco quería hacer eso.
Perdón no ser una buena víctima que sigue el manual tras una agresión, solo porque pienso que no tiene sentido ir a joderle las clases en la escuela a otros, o culpar a un antro como si el lugar supiera qué tipo de hombres entran ahí.
Así que más allá del punitivismo, y del termómetro que mide qué sí son agresiones sexuales y qué no, las violencias hacia las mujeres suceden en un contexto indolente, indiferente, culpabilizador, revictimizante, radical al calor de la catarsis pero poquísimas veces o casi nunca, al timón de una reparación.
Lo único en que coincido es que los agresores no deberían irse impunes, pero que tendríamos que colectivizar y politizar cuáles serían las acciones y respuestas que nos conduzcan a un reclamo de justicia, o reparación de daño, o que les ayude a ellos, los mierdas, a entender que están siendo mierdas… y que necesitan dejar de ser mierdas.
Por ahora sólo expongo esta columna para compartir lo que me pasó, y que sé muy bien es el reflejo de muchas otras mujeres que han pasado cosas similares o iguales. Ahora sólo lo expongo aquí, mientras sigo pensando, cómo hacer para que haya un castigo o un pago a lo que estos idiotas hicieron.