Llevo años dándome cuenta de que, en el centro de mi cuerpo, en el pecho, tengo un dolor, una aspereza y un muro que se compone de muchas capas y experiencias profundas. Muchas de ellas, atravesadas por mis vivencias encarnadas y afectivas de la desigualdad, las injusticias y las violencias de género que me han tocado en la profundidad de mi ser por vivirme mujer en sociedades patriarcales como las nuestras.

Llevo también muchos años desempolvando esas capas para comprenderlas y reelaborarlas hacia otras maneras de existir, de sentir, de ser y de hacer. Y en ese trabajo infinito, donde la ética del cuidado, los feminismos que habito y los cariños y cuidados de las mujeres que amo, en estos días me han hecho posible nombrar el dolor de una de esas capas: la autoexigencia, que veo compartida en el sentir de muchas de mis amigas y de otras mujeres fabulosas que conozco. 

Una exigencia hacia nosotras mismas por hacer todo, por hacer todo bien, hacerlo rápido y hacerlo siempre. Además, sin posibilidad de equivocarnos, de parar, o de incluso descansar o cuidarnos. Es decir, la autoexigencia patriarcal de ser perfectas siempre para otros y otras.

Para revisitar esta capa anudada en mi pecho me permito entonces ensayar mis feminismos desde una ética sintiente del cuidado y, en este caso, del autocuidado para ayudarme a desincorporar poco a poco y con cariño los mandatos patriarcales que ahogan mi existencia y la de otras mujeres. Una ética sintiente del (auto) cuidado que me haga posible conectar con mi sabiduría interna anidada en la memoria de mi cuerpo y de mis afectos. Y que, desde allí, me enseñe a transformar esta autoexigencia hacia otro horizonte de vida y, ¿por qué no?, también de política.  

Foto: Cuartoscuro
Foto: Cuartoscuro

Así, considero que esta ética implica aprender a sentirnos a nosotras mismas, a habitar nuestros afectos y nuestras corporalidades. A tomar nuestro cuerpo como un “acto por el que de un cuerpo que tenemos hacemos un cuerpo que somos” (Dufourmantelle, 2015, p.124). Un acto que nos encuentra con nuestras propias sabidurías encarnadas, afectivas y que nos permite que “ese conocimiento puede ser oído (...) cuando es confirmado como conocimiento por haber sido compartido o conversado de manera dialogada en un marco acogedor, igualitario y no agonístico” (Papperman, 2019, p.22). Aunque ese diálogo sea en principio con nosotras mismas a través de nosotras mismas.

Así, respiro profundo y me dispongo a habitar afectivamente mi autoexigencia. Y en lugar de criticarla, pedirle amablemente, cariñosamente, que me permita aprender más de ella. Preguntarle, (como Anne Dufourmantelle le pregunta al miedo): “¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu nombre? ¿Qué quieres de mí?” (2015, p.78). Y con ello, aprender más de mí misma y de la sociedad que me ha hecho ser, en parte, lo que voy siendo y lo que voy sintiendo. 

Y funciona. Sentirme, poco a poco, funciona. Porque mi autoexigencia me habla en un idioma afectivo, de sensaciones y recuerdos, que mi mente va convirtiendo en palabras y que me permiten, al sentirme, escuchar mi propio conocimiento y sabiduría interna:

“Yo, como muchas otras mujeres que trabajan muchas horas al día en diferentes cuestiones, que se preocupan por hacerlas bien técnica y éticamente, por no errar ni fallarles a los demás, que se ha convertido en alguien multitask para sostener muchas cosas y procesos al mismo tiempo, para cuidar de todas y todos de maneras perfectas y excelentes, sin importar los costos para mi propio cuerpo y mi bienestar, yo, al igual que muchas otras mujeres, siento en lo profundo de mí, que todo lo que hago todavía no es suficiente”. 

Y me permito llorarlo, mientras lo siento y lo apalabro. Y más aún cuando lo escribo. Porque siento arder en mí un mandato patriarcal de ser la mujer perfecta, la excelente cuidadora. Un mandato patriarcal encarnado y escondido en forma de autoexigencia, sin límites ni piedad hacia mí misma, que me hace sentir que, a pesar de todo lo que hago, no soy suficiente. Y lloro, porque todo esto tiene el sabor quemante de la culpa con la que a muchas mujeres nos han enseñado a medir (¿a invalidar?) casi todo lo que hacemos.

Foto: Cuartoscuro
Foto: Cuartoscuro

“Siento que no soy suficiente”, me digo despacito en esa toma íntima de mi propio cuerpo, sentipensada, que poco a poco se va convirtiendo en el amor y en el autocuidado que necesito para comprenderme de una manera más justa y más honesta. “Siento que no soy suficiente”, me repito con una respiración profunda, nostálgica, casi resignada. Y de repente, en un acto que va a contrasentido de lo que esta sociedad patriarcal me ha inculcado, mi sabiduría propia, encarnada, me enseña a decírmelo de otra manera:

“No soy suficiente”, me repito ya sin tanto remordimiento, “pero en este momento ya no entiendo por qué tendría que serlo o hacerlo. O para quién o qué”. 

En efecto, al habitarme a mí misma desde una ética sintiente del autocuidado entiendo que no soy suficiente para que yo resuelva, y menos yo sola, todos los problemas del mundo (y ahora ni siquiera sé porque en algún momento lo creí posible o deseable). No soy suficiente para proveer de todo el cuidado que como sociedad nos falta proveer en conjunto, para no equivocarme nunca y entonces negarme la posibilidad de aprender, de remendar los caminos o de construir unos nuevos inimaginables antes del “error”. “No soy suficiente para ser lo que no soy”, me digo con una sonrisa y un suspiro de alivio. Y ya no sé tampoco si tengo deseos de ser eso en lo que nunca me he encontrado a mí misma, ni a las demás. 

No soy suficiente y ya no quiero serlo. Me lo digo de nuevo con unas lágrimas distintas, ahora con sabor a descanso y a libertad, en amistad con mi propia vida. No soy suficiente para ser lo que no soy, y ya no quiero serlo. Quiero saberme incompleta y quererme, aun así, reconocerme interdependiente, capaz de seguir y de construir donde me haga falta, o donde tenga ganas. Quiero saberme histórica, cambiante, creativa y destructiva, pasiva y activa. Quiero dormir e ir despacio, no hacer nada, sentir el pasto, ver las nubes. E ir rápido cuando tenga ganas de sentir el corazón latiendo muy fuerte, o cuando de veras sea mi deseo y mi capacidad correr a pasos agigantados. Quiero aprender a ser yo, con todos los errores, las virtudes y los vaivenes que ello implique, con esa incompletud que nos cuenta que en ella el futuro todavía es posible. Y que nos permite, además, ser y hacerlo en común.

Referencias:

Paperman, Patricia. (2019). Cuidado y sentimientos. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Medifé Edita. 

Dufourmantelle, Anne. (2015). Elogio del riesgo. México: Paradiso Editores. 

Imagen